El centro de Asia es una enorme región que vivió invasiones, ocupaciones y guerras durante milenios desde los más tempranos registros de la historia humana. Es, también, un escenario de grandes intercambios comerciales -la Ruta de la Seda- y de desarrollo y vida de concepciones religiosas muy variadas, desde el chamanismo, budismo, zoroastrismo, maniqueísmo, cristianismo nestoriano y el Islam.
Su diversidad étnica es testimonio de las oleadas humanas que arribaron con cada conquistador: indoiranios, turcomanos, árabes, mongoles y rusos, entre otros.
El libro de Peter Golden es un resumen de siglos de historia de la humanidad en Asia Central, comprendiendo no sólo a las ex repúblicas soviéticas de la región, sino también extendiendo el concepto hacia el actual Xinjiang, en la República Popular China, y Mongolia. Y es que es inevitable tener una visión amplia y abarcativa, ya que han sido varios los pueblos que tuvieron presencia y erigieron imperios en esa latitud. El autor parte de los primeros asentamientos y nos recuerda la presencia persa; luego los reinos de Bactria y Sogdiana, en los cuales hubo una maravillosa y exquisita fusión greco-budista; la llegada de los turcomanos, los xiongnu, los hunos, el inicio de la islamización en el siglo VIII con los árabes, el extenso imperio de los mongoles al mando de Chingiss Jan.
Asia Central se fue quedando en los márgenes cuando comenzó el desarrollo de la navegación ultramarina, con los viajes de los navegantes de Occidente al Oriente, de menor costo y duración que las antiguas caravanas. El uso de la pólvora, asimismo, dejó obsoletos a los viejos ejércitos nómadas de las estepas, que se negaron a modernizarse, o que no tuvieron recursos para hacerlo.
Ya en el siglo XIX, Bujara y Jiva fueron declarados protectorados por el Imperio Ruso, así como Kokand fue anexada. El otrora Turkestán ruso fue un laboratorio de ingeniería social durante el período soviético, que no sólo instrumentó mutaciones en las lenguas e historias locales, sino también dejó una tierra contaminada con lamentables consecuencias para la población. El Xinjiang, en la que los uigures fueron la mayoría durante siglos, es hoy una región en la que la presión demográfica de los inmigrantes chinos provoca tensiones explosivas.
Es un buen libro para quien quiera adentrarse en este territorio poco conocido para los occidentales, al margen de las habituales narrativas históricas.
Peter Golden, Central Asia in World History. New York, Oxford University Press, 2011.
sábado, 3 de agosto de 2013
lunes, 17 de junio de 2013
"Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia", de Alexander Cooley.
Escenario apetecido por el Imperio Ruso y el Imperio británico durante el siglo XIX en el llamado Gran Juego, el centro de Asia volvió a tener relevancia mundial en el inicio del siglo XXI con la guerra en Afganistán.
Alexander Cooley hace, en este libro que recomiendo vivamente, el análisis de la puja por influir de los tres grandes poderes en la región, a saber: Rusia, Estados Unidos y la República Popular China, entre los años 2001 y 2011.
Cooley parte con una observación sensata: la rivalidad actual no tiene paralelo con el Gran Juego o Torneo de Sombras que tuvo lugar en el siglo XIX. En aquella circunstancia, tanto Rusia como Gran Bretaña aspiraban al dominio de la región, una lucha por la ocupación de nuevos territorios. Ahora, las prioridades son diferentes. Estados Unidos se ha involucrado por la guerra en Afganistán y precisa de bases de operaciones y caminos para abastecer a sus tropas, así como aliados regionales en la guerra internacional contra el terrorismo. La República Popular China se involucra para asegurar su frontera occidental y su presencia en la región del Xinjiang, habitada por los uigures, que tanto por su composición étnica como religiosa están emparentados con los pueblos de Asia Central. Rusia, en cambio, no tiene un objetivo específico; pero busca de algún modo preservar su status de ex potencia colonial, tal como lo hacen los franceses y británicos en países de África y Asia.
Estas singularidades han llevado a que las cinco repúblicas ex soviéticas de Kazajistán, Kirguistán, Tadjikistán, Turkmenistán y Uzbekistán no hayan avanzado en procesos de democratización sino que, por el contrario, se han quedado en lo que yo denomino "transiciones de hierro", encabezadas por la vieja élite de los partidos comunistas locales. El autor remarca que los tres grandes jugadores han tenido que adaptarse a las reglas locales, ya que las élites gobernantes buscan preservar el poder y utilizan en su favor la rivalidad de los actores externos.
Los gobernantes de los países ex soviéticos de Asia Central han empleado los fondos prestados por estas naciones en su red patrimonial, así como en el enriquecimiento personal. Las cuentas del presidente kazajo Nursultan Nazarbaiev en Suiza, la fortuna de Maksim Bakiyev -hijo del ex presidente kirguizio-, y la riqueza de Gulnara Karimova -hija del presidente uzbeko Islam Karimov-, son sólo algunos ejemplos de la corrupción de esos países que continúan siendo dominados por la vieja nomenklatura. Los recursos del Estado no se someten al control de los ciudadanos, los medios de comunicación están sometidos y se rechazan las políticas de transparencia y democratización que propugnan los occidentales, sosteniendo que su cultura es diferente. Rusia y la República Popular China, que tienen regímenes autoritarios, claramente ven con recelo a las ONG procedentes de Estados Unidos y Europa occidental, promotoras del respeto a las libertades individuales, garantías procesales y el cumplimiento de tratados internacionales. Asimismo, durante las dos presidencias de George W. Bush se privilegió la guerra internacional contra el terrorismo, por lo que se proveyó a las fuerzas armadas de Asia Central de armamentos, información y capacitación que fueron utilizados para combatir a grupos islamistas y, también, a acallar a la oposición interna.
La Federación de Rusia apoyó esta guerra internacional para aplastar a las guerrillas en Chechenia, y la República Popular China incluyó a varios grupos independentistas uigures en la lista negra del terrorismo internacional.
Sin embargo, Rusia y la República Popular China también se involucraron en la región a través de organismos internacionales, como el CSTO (Collective Security Treaty Organization) liderado por Moscú, y la OCS (Organización para la Cooperación de Shanghai), con sede en Beijing.
Alexander Cooley dedica un capítulo a Kirguistán y cómo los presidentes Akaiev y Bakiyev manipularon la presencia estadounidense en la base aérea de Manas, a pocos kilómetros de Bishkek, para obtener mayores dividendos de todas las partes. También aporta un capítulo similar sobre Uzbekistán, que también ha sabido utilizar su vecindad con Afganistán para servir de base de apoyo militar a las fuerzas de la OTAN, obteniendo con ello importantes recursos y conocimientos militares.
El libro es sumamente valioso porque aporta conocimientos sobre la actualidad del centro de Asia, y también es una alerta sobre prácticas de corrupción y patrimonialismo de gobiernos sin escrúpulos que se alían a regímenes autoritarios y depredadores que, lamentablemente, hacen retroceder los escasos avances de la democracia liberal en la región.
Alexander Cooley, Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia. New York, Oxford University Press, 2012.
Alexander Cooley hace, en este libro que recomiendo vivamente, el análisis de la puja por influir de los tres grandes poderes en la región, a saber: Rusia, Estados Unidos y la República Popular China, entre los años 2001 y 2011.
Cooley parte con una observación sensata: la rivalidad actual no tiene paralelo con el Gran Juego o Torneo de Sombras que tuvo lugar en el siglo XIX. En aquella circunstancia, tanto Rusia como Gran Bretaña aspiraban al dominio de la región, una lucha por la ocupación de nuevos territorios. Ahora, las prioridades son diferentes. Estados Unidos se ha involucrado por la guerra en Afganistán y precisa de bases de operaciones y caminos para abastecer a sus tropas, así como aliados regionales en la guerra internacional contra el terrorismo. La República Popular China se involucra para asegurar su frontera occidental y su presencia en la región del Xinjiang, habitada por los uigures, que tanto por su composición étnica como religiosa están emparentados con los pueblos de Asia Central. Rusia, en cambio, no tiene un objetivo específico; pero busca de algún modo preservar su status de ex potencia colonial, tal como lo hacen los franceses y británicos en países de África y Asia.
Estas singularidades han llevado a que las cinco repúblicas ex soviéticas de Kazajistán, Kirguistán, Tadjikistán, Turkmenistán y Uzbekistán no hayan avanzado en procesos de democratización sino que, por el contrario, se han quedado en lo que yo denomino "transiciones de hierro", encabezadas por la vieja élite de los partidos comunistas locales. El autor remarca que los tres grandes jugadores han tenido que adaptarse a las reglas locales, ya que las élites gobernantes buscan preservar el poder y utilizan en su favor la rivalidad de los actores externos.
Los gobernantes de los países ex soviéticos de Asia Central han empleado los fondos prestados por estas naciones en su red patrimonial, así como en el enriquecimiento personal. Las cuentas del presidente kazajo Nursultan Nazarbaiev en Suiza, la fortuna de Maksim Bakiyev -hijo del ex presidente kirguizio-, y la riqueza de Gulnara Karimova -hija del presidente uzbeko Islam Karimov-, son sólo algunos ejemplos de la corrupción de esos países que continúan siendo dominados por la vieja nomenklatura. Los recursos del Estado no se someten al control de los ciudadanos, los medios de comunicación están sometidos y se rechazan las políticas de transparencia y democratización que propugnan los occidentales, sosteniendo que su cultura es diferente. Rusia y la República Popular China, que tienen regímenes autoritarios, claramente ven con recelo a las ONG procedentes de Estados Unidos y Europa occidental, promotoras del respeto a las libertades individuales, garantías procesales y el cumplimiento de tratados internacionales. Asimismo, durante las dos presidencias de George W. Bush se privilegió la guerra internacional contra el terrorismo, por lo que se proveyó a las fuerzas armadas de Asia Central de armamentos, información y capacitación que fueron utilizados para combatir a grupos islamistas y, también, a acallar a la oposición interna.
La Federación de Rusia apoyó esta guerra internacional para aplastar a las guerrillas en Chechenia, y la República Popular China incluyó a varios grupos independentistas uigures en la lista negra del terrorismo internacional.
Sin embargo, Rusia y la República Popular China también se involucraron en la región a través de organismos internacionales, como el CSTO (Collective Security Treaty Organization) liderado por Moscú, y la OCS (Organización para la Cooperación de Shanghai), con sede en Beijing.
Alexander Cooley dedica un capítulo a Kirguistán y cómo los presidentes Akaiev y Bakiyev manipularon la presencia estadounidense en la base aérea de Manas, a pocos kilómetros de Bishkek, para obtener mayores dividendos de todas las partes. También aporta un capítulo similar sobre Uzbekistán, que también ha sabido utilizar su vecindad con Afganistán para servir de base de apoyo militar a las fuerzas de la OTAN, obteniendo con ello importantes recursos y conocimientos militares.
El libro es sumamente valioso porque aporta conocimientos sobre la actualidad del centro de Asia, y también es una alerta sobre prácticas de corrupción y patrimonialismo de gobiernos sin escrúpulos que se alían a regímenes autoritarios y depredadores que, lamentablemente, hacen retroceder los escasos avances de la democracia liberal en la región.
Alexander Cooley, Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia. New York, Oxford University Press, 2012.
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sábado, 15 de junio de 2013
"The Sorcerer as Apprentice", de Stephen Blank.
La relación difícil que los rusos tuvieron -y tienen- con las otras nacionalidades de su entorno, no tuvo una solución pacífica durante la revolución bolchevique. El propósito de Lenin y el consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom) fue el de mantener las fronteras del antiguo imperio de los zares, aun cuando el discurso dejó de ser el de la unidad en torno al monarca y la ortodoxia, para ser el del internacionalismo proletario.
Stephen Blank, reconocido especialista en Rusia y la Unión Soviética, prestó especial atención al período en que Stalin fue el comisario para nacionalidades, a cargo del Narkomnats. Si bien Stalin no le prestó mucha atención a este organismo, ya que Lenin prefería delegarle otros asuntos más importantes, es claro que supo utilizar la función para ir ganando espacio dentro del partido y, en especial, en el Politburó.
Los bolcheviques, en su gran mayoría rusos, se apoyaron en la presencia de rusos en las áreas geográficas que dominaban desde los tiempos del zarismo, como en el Cáucaso, los Urales y Asia Central. Las nacionalidades no rusas que componían el vasto imperio, si bien juntas sumaban aproximadamente el 60%, estaban desunidas. Muchas, como los tátaros y los bashkires, se sumaron a los bolcheviques como una opción que suponían menos conflictiva que la de los ejércitos blancos, que desconocían toda reivindicación nacionalista. Así ocurrió con el Alash Orda de los kazajos, que luego padecieron la persecución y las purgas a manos de los bolcheviques tras la guerra civil.
Blank señala con acierto que los bolcheviques veían con prejuicios eurocentristas a las poblaciones musulmanas de Crimea, el Cáucaso y Asia Central. Era una prolongación de la "misión civilizadora" de los pueblos blancos para llevar el progreso a los bárbaros atrasados, una concepción que el orientalismo decimonónico marcó fuertemente en las mentes de muchos europeos. Por otro lado, Lenin y los bolcheviques observaban todas las relaciones humanas a través del ajustado prisma de la lucha de clases, por lo que desconfiaban de las reivindicaciones nacionales de los pueblos centroasiáticos y del Cáucaso. Dentro de las filas bolcheviques tuvo activa participación Sultangaliev, tátaro, que intentó impulsar una política de laicización y modernización del Islam, procurando su reforma, evitando de este modo las campañas antirreligiosas que impulsaba el Sovnarkom en la Rusia europea contra cristianos y judíos.
El Narkompros, la comisaría del pueblo para la educación, propuso la latinización de los alfabetos de los pueblos musulmanes con el argumento de que era más sencillo para la propagación de la alfabetización. De un modo claro, buscaba la ruptura de estas nacionalidades de todo contacto con musulmanes allende las fronteras de lo que fue la URSS, así como el extrañamiento de toda la literatura anterior en alifato. De hecho, a mediados de los años treinta, el nuevo cambio de alfabeto será la conversión al cirílico, una medida que apuntaba hacia la rusificación y el quiebre de todo contacto con la cultura exterior.
Se ignora si realmente Sultangaliev buscaba crear una república independiente de toda Asia Central. Sultangaliev sostenía que la lucha de clases entre burgueses y proletarios no tenía sentido en su región, puesto que la mayoría de sus pobladores eran nómadas. Creía que todos los centroasiáticos eran proletarios, víctimas de la explotación del imperialismo ruso, lo que lo hacía sospechoso, a ojos de Stalin, de una desviación de "comunismo nacional".
Lo cierto es que Stalin logró imponer sus tesis contra el "comunismo nacional" en el XII congreso del partido, en 1923, y al mes siguiente acusó a Sultangaliev en el Comité Central del partido de conspirar contra la revolución. Kamenev, Zinoviev y Trotski no hicieron nada para impedir este juicio, ya que ellos también veían en modo oblicuo a las minorías nacionales. Stalin, con el aval de Lenin, se propuso dar un juicio ejemplar para disipar toda tendencia separatista y nacionalista. Sultangaliev fue acusado de establecer relaciones secretas con Turquía, Irán y los basmachis para separarse de la Unión Soviética.
Si bien el Narkomnats fue disuelto en 1924, Stalin lo utilizó para fomentar la centralización del poder y fue un anticipo de lo que fue su política totalitaria y genocida en los años posteriores.
Stephen Blank, The Sorcerer as Apprentice. Stalin as Commissar of Nationalities, 1917-1924. Westport, Greenwood Press, 1994.
Stephen Blank, reconocido especialista en Rusia y la Unión Soviética, prestó especial atención al período en que Stalin fue el comisario para nacionalidades, a cargo del Narkomnats. Si bien Stalin no le prestó mucha atención a este organismo, ya que Lenin prefería delegarle otros asuntos más importantes, es claro que supo utilizar la función para ir ganando espacio dentro del partido y, en especial, en el Politburó.
Los bolcheviques, en su gran mayoría rusos, se apoyaron en la presencia de rusos en las áreas geográficas que dominaban desde los tiempos del zarismo, como en el Cáucaso, los Urales y Asia Central. Las nacionalidades no rusas que componían el vasto imperio, si bien juntas sumaban aproximadamente el 60%, estaban desunidas. Muchas, como los tátaros y los bashkires, se sumaron a los bolcheviques como una opción que suponían menos conflictiva que la de los ejércitos blancos, que desconocían toda reivindicación nacionalista. Así ocurrió con el Alash Orda de los kazajos, que luego padecieron la persecución y las purgas a manos de los bolcheviques tras la guerra civil.
Blank señala con acierto que los bolcheviques veían con prejuicios eurocentristas a las poblaciones musulmanas de Crimea, el Cáucaso y Asia Central. Era una prolongación de la "misión civilizadora" de los pueblos blancos para llevar el progreso a los bárbaros atrasados, una concepción que el orientalismo decimonónico marcó fuertemente en las mentes de muchos europeos. Por otro lado, Lenin y los bolcheviques observaban todas las relaciones humanas a través del ajustado prisma de la lucha de clases, por lo que desconfiaban de las reivindicaciones nacionales de los pueblos centroasiáticos y del Cáucaso. Dentro de las filas bolcheviques tuvo activa participación Sultangaliev, tátaro, que intentó impulsar una política de laicización y modernización del Islam, procurando su reforma, evitando de este modo las campañas antirreligiosas que impulsaba el Sovnarkom en la Rusia europea contra cristianos y judíos.
El Narkompros, la comisaría del pueblo para la educación, propuso la latinización de los alfabetos de los pueblos musulmanes con el argumento de que era más sencillo para la propagación de la alfabetización. De un modo claro, buscaba la ruptura de estas nacionalidades de todo contacto con musulmanes allende las fronteras de lo que fue la URSS, así como el extrañamiento de toda la literatura anterior en alifato. De hecho, a mediados de los años treinta, el nuevo cambio de alfabeto será la conversión al cirílico, una medida que apuntaba hacia la rusificación y el quiebre de todo contacto con la cultura exterior.
Se ignora si realmente Sultangaliev buscaba crear una república independiente de toda Asia Central. Sultangaliev sostenía que la lucha de clases entre burgueses y proletarios no tenía sentido en su región, puesto que la mayoría de sus pobladores eran nómadas. Creía que todos los centroasiáticos eran proletarios, víctimas de la explotación del imperialismo ruso, lo que lo hacía sospechoso, a ojos de Stalin, de una desviación de "comunismo nacional".
Lo cierto es que Stalin logró imponer sus tesis contra el "comunismo nacional" en el XII congreso del partido, en 1923, y al mes siguiente acusó a Sultangaliev en el Comité Central del partido de conspirar contra la revolución. Kamenev, Zinoviev y Trotski no hicieron nada para impedir este juicio, ya que ellos también veían en modo oblicuo a las minorías nacionales. Stalin, con el aval de Lenin, se propuso dar un juicio ejemplar para disipar toda tendencia separatista y nacionalista. Sultangaliev fue acusado de establecer relaciones secretas con Turquía, Irán y los basmachis para separarse de la Unión Soviética.
Si bien el Narkomnats fue disuelto en 1924, Stalin lo utilizó para fomentar la centralización del poder y fue un anticipo de lo que fue su política totalitaria y genocida en los años posteriores.
Stephen Blank, The Sorcerer as Apprentice. Stalin as Commissar of Nationalities, 1917-1924. Westport, Greenwood Press, 1994.
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lunes, 22 de abril de 2013
"Afghanistan. A Cultural and Political History", de Thomas Barfield.
El antropólogo Thomas Barfield nos invita a explorar, con la maestría de su pluma y la amplia visión de su especialidad, la historia de Afganistán desde el siglo XIX hasta el actual.
De variada composición étnica, Afganistán se halla al sur de lo que fue el Asia Central ocupada por el Imperio Ruso y luego la Unión Soviética, así como al noroeste del antiguo Raj Británico de la India -que incluía al actual Pakistán-, por lo que fue una de las piezas disputadas en el Gran Juego que tuvo lugar en la centuria decimonónica. En este atribulado país viven pashtunes, tadjikos, uzbekos, hazaras, turkmenos, nuristanis, baluchis y otras etnias menores, que a su vez se dividen en confederaciones tribales y clanes que son decisivos en la vida cotidiana de las regiones y comunidades. Los pashtunes, etnia que tendría un 40% de la población, también tienen fuerte presencia en Pakistán, sobre todo en la Provincia del Noroeste, otrora llamada North Western Frontier Province y ahora Federally Administered Tribal Areas (FATA). Dentro de los pashtunes, quienes tuvieron el rol predominante en el gobierno durante más de dos siglos fueron los Durrani, confederación que agrupa a las familias tribales más influyentes de Afganistán.
Para el autor, fueron las dos guerras contra los británicos las que afectaron sensiblemente la política interna de Afganistán. Por un lado, despertaron el deseo de lucha contra un ocupante al que consideraban infiel; por el otro, los emires instalados en Kabul fueron centralizando el poder en detrimento de las regiones. Es interesante observar que los emires, a pesar de su prédica interna en contra de los infieles -británicos o rusos-, recibieron jugosos estipendios del Raj británico que utilizaron para crear una vasta red de complacencia con las tribus cercanas. La centralización llegó a su clímax con el emir Abdur Rahman, que fue el único de los Durrani que pudo morir tranquilamente y dejar el trono en manos del sucesor previamente elegido. El emir Habibullah debió enfrentar las presiones para liberarse completamente de la tutela británica durante la primera guerra mundial. Empero, el Imperio Ruso y el Reino Unido ya habían terminado sus diferencias en 1907 y fueron aliados en la Gran Guerra contra las potencias centrales europeas. Habibullah recibió cartas del Kaiser Guillermo II y del sultán otomano para crear un frente de guerra contra la India, pero debió declarar la neutralidad afgana para evitar una eventual invasión ruso-británica. Muerto en circunstancias sospechosas aún no conocidas, su hermano Nasrullah se proclamó emir. Fue el tercer hijo de Habibullah, Amanullah, quien se rebeló con apoyo del ejército y logró el trono. En abril de 1919 proclamó la tercera guerra contra los británicos, de emancipación nacional y en términos de jihad, que finalmente terminó con la tutela sobre la política exterior afgana con el Tratado de Rawalpindi en agosto. La consecuencia económica, sin embargo, fue perjudicial para la monarquía, ya que significó el fin de los subsidios. El emir Amanullah ganó un enorme prestigio internacional y apoyó a los musulmanes en la India y las independencias de Jiva y Bujara en la guerra civil rusa. Esta fase panislamista de Amanullah fue breve, porque luego impulsó reformas en cuestiones matrimoniales, de impuestos y servicio militar, que despertaron la ira de los sectores religiosos más tradicionales. Los intentos del emir Amanullah de occidentalizar las costumbres y, en particular, de mejorar las condiciones de vida de las mujeres, fueron resistidos y provocaron una gran rebelión en 1929 que desembocó en una guerra civil y la caída del rey. Thomas Barfield nos recuerda que los pashtunes tienen un código de honor muy severo, elpashtunwali, que es el que rige sus costumbres. Si bien lo asimilan a la sharia, el pashtunwali es el que predomina y el que observan los sectores más tradicionales, tal como ocurrió con los Taliban a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Finalmente se instauró la monarquía de Nadir Shah, tras un breve período del kohistani Habibullah, pero el nuevo rey fue asesinado en 1933. Lo sucedió su hijo Zahir Shah, que fue el monarca hasta el golpe de Estado de 1973.
Bien remarca Barfield que durante el extenso reinado de Zahir Shah no se introdujeron reformas sociales en las comunidades rurales, quedando el proceso de modernización restringido a Kabul. Zahir Shah logró tomar el control del gobierno recién en 1964, tras años en que tanto sus tíos como su primo Mohammed Daud ocuparon la función de primer ministro. Durante estos años de estabilidad y paz interna, los más extensos de la historia afgana, el país utilizó su posición fronteriza con la URSS para lograr créditos e inversiones tanto del bloque socialista como de Occidente.
En 1973, Mohammed Daud dio un golpe de Estado y proclamó la república, aunque el poder permaneció en las manos de la misma familia y de los Durrani. En 1978, la facción Jalq del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), de carácter socialista, dio un nuevo golpe contra Daud y buscó el apoyo soviético. No sólo emprendieron un proyecto audaz de revolución de la sociedad afgana, de ingeniería social, sino que además purgaron al propio partido de la facción Parcham, moderada, Y aquí, la visión del antropólogo viene en nuestro auxilio: los Jalq eran de la tribu Ghilzai (pashtún), por lo que buscaban desplazar a los Durrani del poder. Fue inevitable el levantamiento de los sectores más tradicionales contra la política socialista de los Jalq y, por ello, solicitaron el auxilio de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en diciembre de 1979.
El autor señala que esta fue la mayor ruptura de la historia afgana, con consecuencias que persisten hasta el presente. Los pashtunes con una visión radicalizada del Islam se asentaron en Pakistán con apoyo económico de Arabia Saudí, con lo que se convirtieron en el sector opositor más numeroso y mejor financiado. Los gobiernos de Estados Unidos, deseosos de contener a la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría, se volcaron por este sector a fin de derrumbar al nuevo estado socialista. Uno de los principales beneficiarios de esta ayuda fue Pakistán, que canalizó los fondos a través de su servicio de inteligencia, el ISI, que habrá de intervenir activamente en la política interna afgana.
Con Mijail Gorbachov como secretario general del PC soviético se comenzaron los cambios en Afganistán, reemplazando a Babrak Karmal por Najibullah, que desmontó parte del simbolismo socialista del PDPA. Hizo ofertas a las facciones rebeldes para integrar el gabinete, que fueron rechazadas por la presencia de las tropas soviéticas. Con el retiro de este ejército en 1989, Najibullah se presentó como un buen musulmán y nacionalista afgano, en tanto que la retirada de la URSS quitó incentivos a Estados Unidos y a Arabia Saudí para continuar financiando a los mujahidin, quedando Pakistán como única fuente de recursos para proseguir la guerra civil, en particular al líder islamista Hekmatyar.
El gobierno de Najibullah sobrevivió hasta 1992, cuando dejó de recibir fondos de la desaparecida Unión Soviética. Tras la instalación del gobierno de Rabbani y Hekmatyar, ambos rivalizaron por el poder en un país que ya no era importante en el tablero del poder mundial, con el fin de la guerra fría.
Fue en estas circunstancias en las que se nutrió el grupo de los Taliban, liderados por el Mullah Omar de Kandahar, que pretendía la instauración de un califato en Afganistán. Los Taliban, que significa "estudiantes", eran jóvenes que en su mayoría se socializaron en los campos de refugiados en Pakistán y que carecían de la formación elemental del Islam, puesto que ignoraban el árabe clásico y mezclaban groseramente la religión con el pashtunwali. En un comienzo tuvieron apoyo al lograr la imposición de la ley y el orden en un país convulsionado, pero luego aplicaron su propia versión de la sharia y el pashtunwali, persiguiendo al sufismo, a la shia y aplicando una iconoclasia rígida y absurda. Al lograr el control de Kabul, en 1996, sólo lograron el reconocimiento internacional de Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Ignorantes del mundo más allá de las fronteras afganas, su aislamiento se hizo más evidente cuando dieron asilo a las facciones más radicales del islamismo, como Al Qaeda. Y como nunca lograron el control total del territorio afgano, utilizaron a estos inmigrantes combatientes en la guerra civil contra los enemigos internos.
La suerte de los Taliban quedó sellada con los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos: la coalición internacional apoyó a los antiguos enemigos de los Taliban y en pocas semanas desalojaron a este régimen de Kabul, debiendo esconderse en las montañas fronterizas con Pakistán. Por el acuerdo de Bonn entre las diferentes facciones afganas -excepto los Taliban- se arribó al consenso de que Hamid Karzai, pashtún Durrani del clan Popalzai, ocupara la presidencia provisional. El rey Zahir Shah, en el exilio, fue entonces un consejero del nuevo gobierno provisional. Si bien muchos pashtunes y no pashtunes apoyaban la restauración de la monarquía, este objetivo no estaba contemplado por el entonces gobierno de George W. Bush, por lo que fue descartada.
Se optó, entonces, por un régimen presidencialista fuerte y centralizado, en el que el presidente designa a los gobernadores y toma decisiones triviales para la vida de las comunidades, como el pago de sueldos a los maestros. Señala Barfield que esta fue una debilidad para Karzai, paradojalmente, ya que todo caso de corrupción e ineficiencia era atribuido al presidente. Asimismo, el autor remarca que la legitimidad en Afganistán no está dada por el origen democrático, sino por el ejercicio eficaz del poder, de modo que el respaldo en las urnas poco significó para la población.
Los Taliban e islamistas siguieron siendo financiados por Pakistán, en donde tuvieron asilo a pesar de su proclamada alianza con los Estados Unidos, buscando desestabilizar al país vecino. Karzai, que ganó la reelección en el 2009 en circunstancias que generaron el rechazo de la comunidad democrática occidental, aún no logró consolidar el poder del estado afgano y persiste el conflicto.
Thomas Barfield cierra el libro con comentarios sumamente interesantes sobre las alianzas económicas y políticas para un Afganistán que pueda progresar hacia la paz, la libertad y la mayor integración de su comercio internacional.
El enfoque desde la antropología arroja un torrente de luz en un conflicto de difícil comprensión para los occidentales, demostrando así, una vez más, el valor de los enfoques desde las más variadas disciplinas.
Thomas J. Barfield, Afghanistan. A Cultural and Political History. Princeton, Princeton University Press, 2010.
De variada composición étnica, Afganistán se halla al sur de lo que fue el Asia Central ocupada por el Imperio Ruso y luego la Unión Soviética, así como al noroeste del antiguo Raj Británico de la India -que incluía al actual Pakistán-, por lo que fue una de las piezas disputadas en el Gran Juego que tuvo lugar en la centuria decimonónica. En este atribulado país viven pashtunes, tadjikos, uzbekos, hazaras, turkmenos, nuristanis, baluchis y otras etnias menores, que a su vez se dividen en confederaciones tribales y clanes que son decisivos en la vida cotidiana de las regiones y comunidades. Los pashtunes, etnia que tendría un 40% de la población, también tienen fuerte presencia en Pakistán, sobre todo en la Provincia del Noroeste, otrora llamada North Western Frontier Province y ahora Federally Administered Tribal Areas (FATA). Dentro de los pashtunes, quienes tuvieron el rol predominante en el gobierno durante más de dos siglos fueron los Durrani, confederación que agrupa a las familias tribales más influyentes de Afganistán.
Para el autor, fueron las dos guerras contra los británicos las que afectaron sensiblemente la política interna de Afganistán. Por un lado, despertaron el deseo de lucha contra un ocupante al que consideraban infiel; por el otro, los emires instalados en Kabul fueron centralizando el poder en detrimento de las regiones. Es interesante observar que los emires, a pesar de su prédica interna en contra de los infieles -británicos o rusos-, recibieron jugosos estipendios del Raj británico que utilizaron para crear una vasta red de complacencia con las tribus cercanas. La centralización llegó a su clímax con el emir Abdur Rahman, que fue el único de los Durrani que pudo morir tranquilamente y dejar el trono en manos del sucesor previamente elegido. El emir Habibullah debió enfrentar las presiones para liberarse completamente de la tutela británica durante la primera guerra mundial. Empero, el Imperio Ruso y el Reino Unido ya habían terminado sus diferencias en 1907 y fueron aliados en la Gran Guerra contra las potencias centrales europeas. Habibullah recibió cartas del Kaiser Guillermo II y del sultán otomano para crear un frente de guerra contra la India, pero debió declarar la neutralidad afgana para evitar una eventual invasión ruso-británica. Muerto en circunstancias sospechosas aún no conocidas, su hermano Nasrullah se proclamó emir. Fue el tercer hijo de Habibullah, Amanullah, quien se rebeló con apoyo del ejército y logró el trono. En abril de 1919 proclamó la tercera guerra contra los británicos, de emancipación nacional y en términos de jihad, que finalmente terminó con la tutela sobre la política exterior afgana con el Tratado de Rawalpindi en agosto. La consecuencia económica, sin embargo, fue perjudicial para la monarquía, ya que significó el fin de los subsidios. El emir Amanullah ganó un enorme prestigio internacional y apoyó a los musulmanes en la India y las independencias de Jiva y Bujara en la guerra civil rusa. Esta fase panislamista de Amanullah fue breve, porque luego impulsó reformas en cuestiones matrimoniales, de impuestos y servicio militar, que despertaron la ira de los sectores religiosos más tradicionales. Los intentos del emir Amanullah de occidentalizar las costumbres y, en particular, de mejorar las condiciones de vida de las mujeres, fueron resistidos y provocaron una gran rebelión en 1929 que desembocó en una guerra civil y la caída del rey. Thomas Barfield nos recuerda que los pashtunes tienen un código de honor muy severo, elpashtunwali, que es el que rige sus costumbres. Si bien lo asimilan a la sharia, el pashtunwali es el que predomina y el que observan los sectores más tradicionales, tal como ocurrió con los Taliban a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Finalmente se instauró la monarquía de Nadir Shah, tras un breve período del kohistani Habibullah, pero el nuevo rey fue asesinado en 1933. Lo sucedió su hijo Zahir Shah, que fue el monarca hasta el golpe de Estado de 1973.
Bien remarca Barfield que durante el extenso reinado de Zahir Shah no se introdujeron reformas sociales en las comunidades rurales, quedando el proceso de modernización restringido a Kabul. Zahir Shah logró tomar el control del gobierno recién en 1964, tras años en que tanto sus tíos como su primo Mohammed Daud ocuparon la función de primer ministro. Durante estos años de estabilidad y paz interna, los más extensos de la historia afgana, el país utilizó su posición fronteriza con la URSS para lograr créditos e inversiones tanto del bloque socialista como de Occidente.
En 1973, Mohammed Daud dio un golpe de Estado y proclamó la república, aunque el poder permaneció en las manos de la misma familia y de los Durrani. En 1978, la facción Jalq del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), de carácter socialista, dio un nuevo golpe contra Daud y buscó el apoyo soviético. No sólo emprendieron un proyecto audaz de revolución de la sociedad afgana, de ingeniería social, sino que además purgaron al propio partido de la facción Parcham, moderada, Y aquí, la visión del antropólogo viene en nuestro auxilio: los Jalq eran de la tribu Ghilzai (pashtún), por lo que buscaban desplazar a los Durrani del poder. Fue inevitable el levantamiento de los sectores más tradicionales contra la política socialista de los Jalq y, por ello, solicitaron el auxilio de la Unión Soviética, que invadió Afganistán en diciembre de 1979.
El autor señala que esta fue la mayor ruptura de la historia afgana, con consecuencias que persisten hasta el presente. Los pashtunes con una visión radicalizada del Islam se asentaron en Pakistán con apoyo económico de Arabia Saudí, con lo que se convirtieron en el sector opositor más numeroso y mejor financiado. Los gobiernos de Estados Unidos, deseosos de contener a la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría, se volcaron por este sector a fin de derrumbar al nuevo estado socialista. Uno de los principales beneficiarios de esta ayuda fue Pakistán, que canalizó los fondos a través de su servicio de inteligencia, el ISI, que habrá de intervenir activamente en la política interna afgana.
Con Mijail Gorbachov como secretario general del PC soviético se comenzaron los cambios en Afganistán, reemplazando a Babrak Karmal por Najibullah, que desmontó parte del simbolismo socialista del PDPA. Hizo ofertas a las facciones rebeldes para integrar el gabinete, que fueron rechazadas por la presencia de las tropas soviéticas. Con el retiro de este ejército en 1989, Najibullah se presentó como un buen musulmán y nacionalista afgano, en tanto que la retirada de la URSS quitó incentivos a Estados Unidos y a Arabia Saudí para continuar financiando a los mujahidin, quedando Pakistán como única fuente de recursos para proseguir la guerra civil, en particular al líder islamista Hekmatyar.
El gobierno de Najibullah sobrevivió hasta 1992, cuando dejó de recibir fondos de la desaparecida Unión Soviética. Tras la instalación del gobierno de Rabbani y Hekmatyar, ambos rivalizaron por el poder en un país que ya no era importante en el tablero del poder mundial, con el fin de la guerra fría.
Fue en estas circunstancias en las que se nutrió el grupo de los Taliban, liderados por el Mullah Omar de Kandahar, que pretendía la instauración de un califato en Afganistán. Los Taliban, que significa "estudiantes", eran jóvenes que en su mayoría se socializaron en los campos de refugiados en Pakistán y que carecían de la formación elemental del Islam, puesto que ignoraban el árabe clásico y mezclaban groseramente la religión con el pashtunwali. En un comienzo tuvieron apoyo al lograr la imposición de la ley y el orden en un país convulsionado, pero luego aplicaron su propia versión de la sharia y el pashtunwali, persiguiendo al sufismo, a la shia y aplicando una iconoclasia rígida y absurda. Al lograr el control de Kabul, en 1996, sólo lograron el reconocimiento internacional de Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Ignorantes del mundo más allá de las fronteras afganas, su aislamiento se hizo más evidente cuando dieron asilo a las facciones más radicales del islamismo, como Al Qaeda. Y como nunca lograron el control total del territorio afgano, utilizaron a estos inmigrantes combatientes en la guerra civil contra los enemigos internos.
La suerte de los Taliban quedó sellada con los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos: la coalición internacional apoyó a los antiguos enemigos de los Taliban y en pocas semanas desalojaron a este régimen de Kabul, debiendo esconderse en las montañas fronterizas con Pakistán. Por el acuerdo de Bonn entre las diferentes facciones afganas -excepto los Taliban- se arribó al consenso de que Hamid Karzai, pashtún Durrani del clan Popalzai, ocupara la presidencia provisional. El rey Zahir Shah, en el exilio, fue entonces un consejero del nuevo gobierno provisional. Si bien muchos pashtunes y no pashtunes apoyaban la restauración de la monarquía, este objetivo no estaba contemplado por el entonces gobierno de George W. Bush, por lo que fue descartada.
Se optó, entonces, por un régimen presidencialista fuerte y centralizado, en el que el presidente designa a los gobernadores y toma decisiones triviales para la vida de las comunidades, como el pago de sueldos a los maestros. Señala Barfield que esta fue una debilidad para Karzai, paradojalmente, ya que todo caso de corrupción e ineficiencia era atribuido al presidente. Asimismo, el autor remarca que la legitimidad en Afganistán no está dada por el origen democrático, sino por el ejercicio eficaz del poder, de modo que el respaldo en las urnas poco significó para la población.
Los Taliban e islamistas siguieron siendo financiados por Pakistán, en donde tuvieron asilo a pesar de su proclamada alianza con los Estados Unidos, buscando desestabilizar al país vecino. Karzai, que ganó la reelección en el 2009 en circunstancias que generaron el rechazo de la comunidad democrática occidental, aún no logró consolidar el poder del estado afgano y persiste el conflicto.
Thomas Barfield cierra el libro con comentarios sumamente interesantes sobre las alianzas económicas y políticas para un Afganistán que pueda progresar hacia la paz, la libertad y la mayor integración de su comercio internacional.
El enfoque desde la antropología arroja un torrente de luz en un conflicto de difícil comprensión para los occidentales, demostrando así, una vez más, el valor de los enfoques desde las más variadas disciplinas.
Thomas J. Barfield, Afghanistan. A Cultural and Political History. Princeton, Princeton University Press, 2010.
sábado, 6 de abril de 2013
"For Prophet and Tsar", de Robert Crews.
Robert Crews se adentra en un territorio desconocido para muchos occidentales, que es de la relación que tuvieron los Zares y sus administradores con los musulmanes del Volga, el Cáucaso y la vasta región del Asia Central. El autor se concentra en la anexión de Asia Central y, en particular, en la relación de las autoridades zaristas con el mundo islámico.
El punto de partida es la zarina Catalina la Grande que, en tanto monarca de fines del siglo XVIII en pleno auge del iluminismo, alentó una política de tolerancia hacia los musulmanes residentes en el imperio de Rusia que crecía hacia el este y el sur. A diferencia de Pedro el Grande, que había buscado cristianizar a los nuevos súbditos en su expansión, Catalina deseaba demostrar que gobernaría con justicia y armonía, impidiendo las conversiones forzosas que otrora llevaron adelante los obispos ortodoxos. Asimismo, la zarina suponía que la religión, cualquiera que fuese, ayudaba a preservar el orden. El Islam no era visto como una religión de aspiraciones universales, sino como la creencia particular de los turcos. Claro que su política de tolerancia no admitía el librepensamiento, la "herejía" o el ateísmo; y presuponía que esta atmósfera de justicia llevaría, en el futuro, a la conversión de los musulmanes al cristianismo.
Para tratar con los musulmanes dentro del Imperio, se estableció una jerarquía similar a las que tienen las denominaciones religiosas en Occidente. Para ello, se creó la Asamblea Eclesiástica "Mahometana" de Orenburg, liderada por el muftí Jusainov. Esta Asamblea buscó ser el intérprete y juez en los conflictos entre musulmanes, a la vez que un instrumento del zarismo para extender su dominio. Pero no todos los musulmanes fueron dóciles. Los sufíes fueron un problema para los rusos en el norte del Cáucaso en los años 1840, sobre todo por los derviches provenientes de Bujara, Tashkent y Jiva. El muftí Gabdrajimov hizo llamamientos patrióticos y de obediencia al Zar, como padre de todos los súbditos del imperio. En las mezquitas se oraba por la salud del Zar y su familia.
Una de las cuestiones a las que las autoridades rusas le prestaron gran atención, y que se reflejó en la Asamblea de Orenburg, fue la composición familiar. Los muftíes procuraron que las familias musulmanas fueran armoniosas, castigando el adulterio, la prostitución, el maltrato a las mujeres y el abandono de las esposas con hijos, ya que estas conductas perjudicaban a la sociedad. Resulta interesante observar que los rusos se preocuparon por castigar el maltrato a las mujeres, así como por establecer que el divorcio debía ser consentido por ambas partes. Las mujeres musulmanas tuvieron oportunidad de litigar en las cortes por divorcios o maltratos, y fue habitual que enviaran peticiones al Zar por abusos y maltratos. Las leyes rusas prohibían los casamientos y arreglos nupciales de niños, habituales en las comunidades islámicas de Asia Central. De este modo, se fue creando un cuerpo de jurisprudencia muy rico, tal como estaba ocurriendo en la India británica.
La centuria decimonónica fue el inicio del orientalismo patrocinado por el Estado, a fin de conocer a los pueblos que se dominaba en Asia. Dos figuras interesantes de esta corriente fueron el shiita converso al cristianismo Mirza Alexander Kazem Bek, que procuró sistematizar el derecho islámico y que tuvo gran influencia en los estamentos burocráticos, y su rival el kazajo Chokan Valijanov, de corta vida, que fue elogiado por Dostoyevski.
Los kazajos, que comenzaron a ser incorporados en la primera mitad del siglo XIX, no eran musulmanes estrictos, ya que tenían costumbres shamánicas y algunas creencias de origen maniqueo. El otro gran impacto para los rusos fue con la conquista de Kokand y la declaración de los protectorados de Jiva y Bujara, importantes centros de formación islámica desde hacía algunos siglos.
El gobernador Von Kaufmann, con habilidad, procuró "ignorar al Islam" y propagar la civilización occidental sin forzar las costumbres, con la esperanza de que la demostración evidente de los beneficios llevaría la verdad a los musulmanes, que habrían de convertirse al cristianismo con el paso del tiempo. Esta actitud impidió choques inútiles para el imperio en una zona frágil. Zares conservadores como Alejandro III y Nicolás II no intentaron expandir el cristianismo ortodoxo y fueron cuidadosos en el trato con el Islam, pero sí persiguieron a las que se consideraban "sectas heréticas" que podían poner en peligro el orden establecido. Ya en 1905 se advirtió que los musulmanes habían cobrado importancia política en la región, llegando a tener diputados en la Duma, que exigían igualdad de trato con los cristianos. Su objetivo era una monarquía constitucional como la que proponían los liberales del partido Demócrata Constitucional, aunque en ocasiones acompañaron las propuestas de la izquierda. En la primera guerra mundial, muchos musulmanes se enrolaron en las filas del ejército ruso y otros, en 1916, fueron reclutados para tareas de apoyo tras las líneas de combate.
El libro es sumamente interesante porque resalta un aspecto pocas veces tenido en cuenta, como fue la política zarista hacia estas comunidades que iba anexando. Lejos de haber tenido una visión monolítica, las autoridades fueron prudentes y exploraron formas de incorporarlas en un imperio de múltiples nacionalidades y religiones, proyectando la concepción de un Zar protector de todas las religiones.
Robert Crews, For Prophet and Tsar. Islam and Empire in Russia and Central Asia. Cambridge, Harvard University Press, 2006.
El punto de partida es la zarina Catalina la Grande que, en tanto monarca de fines del siglo XVIII en pleno auge del iluminismo, alentó una política de tolerancia hacia los musulmanes residentes en el imperio de Rusia que crecía hacia el este y el sur. A diferencia de Pedro el Grande, que había buscado cristianizar a los nuevos súbditos en su expansión, Catalina deseaba demostrar que gobernaría con justicia y armonía, impidiendo las conversiones forzosas que otrora llevaron adelante los obispos ortodoxos. Asimismo, la zarina suponía que la religión, cualquiera que fuese, ayudaba a preservar el orden. El Islam no era visto como una religión de aspiraciones universales, sino como la creencia particular de los turcos. Claro que su política de tolerancia no admitía el librepensamiento, la "herejía" o el ateísmo; y presuponía que esta atmósfera de justicia llevaría, en el futuro, a la conversión de los musulmanes al cristianismo.
Para tratar con los musulmanes dentro del Imperio, se estableció una jerarquía similar a las que tienen las denominaciones religiosas en Occidente. Para ello, se creó la Asamblea Eclesiástica "Mahometana" de Orenburg, liderada por el muftí Jusainov. Esta Asamblea buscó ser el intérprete y juez en los conflictos entre musulmanes, a la vez que un instrumento del zarismo para extender su dominio. Pero no todos los musulmanes fueron dóciles. Los sufíes fueron un problema para los rusos en el norte del Cáucaso en los años 1840, sobre todo por los derviches provenientes de Bujara, Tashkent y Jiva. El muftí Gabdrajimov hizo llamamientos patrióticos y de obediencia al Zar, como padre de todos los súbditos del imperio. En las mezquitas se oraba por la salud del Zar y su familia.
Una de las cuestiones a las que las autoridades rusas le prestaron gran atención, y que se reflejó en la Asamblea de Orenburg, fue la composición familiar. Los muftíes procuraron que las familias musulmanas fueran armoniosas, castigando el adulterio, la prostitución, el maltrato a las mujeres y el abandono de las esposas con hijos, ya que estas conductas perjudicaban a la sociedad. Resulta interesante observar que los rusos se preocuparon por castigar el maltrato a las mujeres, así como por establecer que el divorcio debía ser consentido por ambas partes. Las mujeres musulmanas tuvieron oportunidad de litigar en las cortes por divorcios o maltratos, y fue habitual que enviaran peticiones al Zar por abusos y maltratos. Las leyes rusas prohibían los casamientos y arreglos nupciales de niños, habituales en las comunidades islámicas de Asia Central. De este modo, se fue creando un cuerpo de jurisprudencia muy rico, tal como estaba ocurriendo en la India británica.
La centuria decimonónica fue el inicio del orientalismo patrocinado por el Estado, a fin de conocer a los pueblos que se dominaba en Asia. Dos figuras interesantes de esta corriente fueron el shiita converso al cristianismo Mirza Alexander Kazem Bek, que procuró sistematizar el derecho islámico y que tuvo gran influencia en los estamentos burocráticos, y su rival el kazajo Chokan Valijanov, de corta vida, que fue elogiado por Dostoyevski.
Los kazajos, que comenzaron a ser incorporados en la primera mitad del siglo XIX, no eran musulmanes estrictos, ya que tenían costumbres shamánicas y algunas creencias de origen maniqueo. El otro gran impacto para los rusos fue con la conquista de Kokand y la declaración de los protectorados de Jiva y Bujara, importantes centros de formación islámica desde hacía algunos siglos.
El gobernador Von Kaufmann, con habilidad, procuró "ignorar al Islam" y propagar la civilización occidental sin forzar las costumbres, con la esperanza de que la demostración evidente de los beneficios llevaría la verdad a los musulmanes, que habrían de convertirse al cristianismo con el paso del tiempo. Esta actitud impidió choques inútiles para el imperio en una zona frágil. Zares conservadores como Alejandro III y Nicolás II no intentaron expandir el cristianismo ortodoxo y fueron cuidadosos en el trato con el Islam, pero sí persiguieron a las que se consideraban "sectas heréticas" que podían poner en peligro el orden establecido. Ya en 1905 se advirtió que los musulmanes habían cobrado importancia política en la región, llegando a tener diputados en la Duma, que exigían igualdad de trato con los cristianos. Su objetivo era una monarquía constitucional como la que proponían los liberales del partido Demócrata Constitucional, aunque en ocasiones acompañaron las propuestas de la izquierda. En la primera guerra mundial, muchos musulmanes se enrolaron en las filas del ejército ruso y otros, en 1916, fueron reclutados para tareas de apoyo tras las líneas de combate.
El libro es sumamente interesante porque resalta un aspecto pocas veces tenido en cuenta, como fue la política zarista hacia estas comunidades que iba anexando. Lejos de haber tenido una visión monolítica, las autoridades fueron prudentes y exploraron formas de incorporarlas en un imperio de múltiples nacionalidades y religiones, proyectando la concepción de un Zar protector de todas las religiones.
Robert Crews, For Prophet and Tsar. Islam and Empire in Russia and Central Asia. Cambridge, Harvard University Press, 2006.
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miércoles, 27 de febrero de 2013
Los tratados sino-rusos de Livadia (1879) y San Petersburgo (1881).
Como consecuencia de la ocupación rusa del Valle de Ili en 1871, durante la rebelión de Yakub Beg en Kashgaria, se celebraron dos tratados entre las dos potencias imperiales de Asia continental a fin de establecer una nueva frontera, condiciones de comercio y el pago de indemnizaciones por el daño causado a las propiedades rusas.
El primer tratado celebrado por este motivo fue el de Livadia, en 1879, que provocó el rechazo de la corte imperial en Beijing y cuyo negociador, el experimentado Ch'ung-hou, apenas logró evitar ser decapitado. El segundo, que buscó borrar el de Livadia, fue el de San Petersburgo, de 1881. Señala la Dra. Sarah C. Paine que infortunadamente no es accesible la documentación sobre el Tratado de Livadia y que Ch'ung-hou fue demonizado por su actuación diplomática. En su libro abajo citado, explica que el tratado de Livadia comprendía en realidad dos tratados: uno, de dieciocho artículos por el cual Rusia no se retiraba de todos los territorios ocupados -aun cuando así lo había prometido-, sino que conservaba el oeste del valle de Ili y el río T'e-k'o-ssu, dejándole el control del Paso Muzart hacia Kashgaria y Kokand; también garantizaba las propiedades rusas en la parte del valle que devolvía al Imperio Chino; se creaban siete consulados rusos en territorio de los Qing, libre acceso al comercio en Mongolia y Xinjiang, una indemnización a Rusia por cinco millones de rublos (£800.000) y nuevas rutas comerciales en China. El segundo tratado era sobre impuestos, documentos y la navegación del río Sungari en Manchuria.
El Tratado de Livadia también daba la posibilidad a los habitantes locales de adquirir la ciudadanía rusa, por lo que podían gozar de su protección viajando por China. También equiparaba los derechos de los rusos con los de los otros europeos en el comercio en los puertos del Pacífico.
Todas las culpas se arrojaron sobre Ch'ung-hou. No obstante, este diplomático era sumamente experimentado y estuvo en permanente contacto vía telegráfica con la corte en Beijing, enviando los detalles de las negociaciones. Previo a este tratado, Ch'ung-hou participó en negociaciones con otras naciones europeas e incluso viajó a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Lamentablemente la documentación china fue destruida por los propios implicados, por lo que se desconoce el cambio de opiniones en la corte. Lo cierto es que el general Tso Tsung-t'an, que llevó adelante las campañas contra la rebelión en Xinjiang, fue el principal impulsor del rechazo al tratado. Ch'ung-hou fue sentenciado a ser decapitado por traición, pero la intervención de varios países europeos en su favor logró que se le perdonara la vida. Es muy posible que por las intrigas en la corte no se prestara debida atención a las negociaciones en Livadia. Por un edicto de la Emperatriz Viuda Tz'u-hsi, rechazó el acuerdo celebrado y encargó al general Tso la defensa de la frontera en Xinjiang. La postura de Beijing era mantener la frontera establecida en el protocolo de Tarbagatai de 1864, cuando los rusos atacaron el janato de Kokand.
Los rusos intentaron la ratificación del tratado pero, ante la negativa china, cabían dos posibilidades: mantener el statu quo cuanto fuera posible, o bien recurrir a las armas. Sin embargo, el Imperio Ruso había sido derrotado en el Congreso de Berlín de 1878 y no estaba en condiciones de provocar un enfrentamiento por una región periférica, sospechando que los Qing hubieran contado con el apoyo de Europa occidental.
Para negociar un nuevo tratado, China envió a su ministro en Francia y Gran Bretaña Tseng Chi-tse a San Petersburgo en julio de 1880. El objetivo principal era no ceder territorio a Rusia y reducir el acceso al comercio en China. A su vez, la Rusia zarista quería mantener las ganancias obtenidas para mantener su prestigio interno y externo. El negociador ruso fue el ministro Biutsov destinado en Beijing, que retornó a la capital rusa.
En las discusiones que se prolongaron hasta febrero de 1881, Tseng probó ser un diplomático sumamente inteligente, perspicaz y firme en sus convicciones, habiendo aprendido de los errores cometidos en los tratados anteriores. Ambos países desplegaron sus tropas en la frontera disputada.
Finalmente, los rusos accedieron a retornar la mayor parte del valle de Ili y el Paso Muzart a cambio de una indemnización de nueve millones de rublos. También se establecieron 35 poblados fronterizos en los que habría comercio. El trazado de la frontera definitiva quedaría para protocolos posteriores adicionales. Los residentes en Ili que optaran por la ciudadanía rusa deberían trasladarse a la parte occidental. Se establecerían dos consulados rusos inmediatamente y quedaba abierta la posibilidad para otros en el futuro. El tratado de San Petersburgo fue firmado en febrero de 1881, siendo un logro para el Imperio Chino y es, básicamente, la frontera que existió con la Unión Soviética y que aún permanece con los países de Asia Central.
Bibliografía consultada:
S. C. M. Paine, Imperial Rivals: China, Russia, and Their Disputed Frontiers. Armonk, Sharpe, 1996.
G. Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific. Westport, Praeger, 1996.
John P. LeDonne, The Russian Empire and the World, 1700-1917: The Geopolitics of Expansion and Containment. New York, Oxford University Press, 1997.
Peter C. Perdue, China marches West. The Qing Conquest of Central Eurasia. Cambridge, Harvard University Press, 2005.
El primer tratado celebrado por este motivo fue el de Livadia, en 1879, que provocó el rechazo de la corte imperial en Beijing y cuyo negociador, el experimentado Ch'ung-hou, apenas logró evitar ser decapitado. El segundo, que buscó borrar el de Livadia, fue el de San Petersburgo, de 1881. Señala la Dra. Sarah C. Paine que infortunadamente no es accesible la documentación sobre el Tratado de Livadia y que Ch'ung-hou fue demonizado por su actuación diplomática. En su libro abajo citado, explica que el tratado de Livadia comprendía en realidad dos tratados: uno, de dieciocho artículos por el cual Rusia no se retiraba de todos los territorios ocupados -aun cuando así lo había prometido-, sino que conservaba el oeste del valle de Ili y el río T'e-k'o-ssu, dejándole el control del Paso Muzart hacia Kashgaria y Kokand; también garantizaba las propiedades rusas en la parte del valle que devolvía al Imperio Chino; se creaban siete consulados rusos en territorio de los Qing, libre acceso al comercio en Mongolia y Xinjiang, una indemnización a Rusia por cinco millones de rublos (£800.000) y nuevas rutas comerciales en China. El segundo tratado era sobre impuestos, documentos y la navegación del río Sungari en Manchuria.
El Tratado de Livadia también daba la posibilidad a los habitantes locales de adquirir la ciudadanía rusa, por lo que podían gozar de su protección viajando por China. También equiparaba los derechos de los rusos con los de los otros europeos en el comercio en los puertos del Pacífico.
Todas las culpas se arrojaron sobre Ch'ung-hou. No obstante, este diplomático era sumamente experimentado y estuvo en permanente contacto vía telegráfica con la corte en Beijing, enviando los detalles de las negociaciones. Previo a este tratado, Ch'ung-hou participó en negociaciones con otras naciones europeas e incluso viajó a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Lamentablemente la documentación china fue destruida por los propios implicados, por lo que se desconoce el cambio de opiniones en la corte. Lo cierto es que el general Tso Tsung-t'an, que llevó adelante las campañas contra la rebelión en Xinjiang, fue el principal impulsor del rechazo al tratado. Ch'ung-hou fue sentenciado a ser decapitado por traición, pero la intervención de varios países europeos en su favor logró que se le perdonara la vida. Es muy posible que por las intrigas en la corte no se prestara debida atención a las negociaciones en Livadia. Por un edicto de la Emperatriz Viuda Tz'u-hsi, rechazó el acuerdo celebrado y encargó al general Tso la defensa de la frontera en Xinjiang. La postura de Beijing era mantener la frontera establecida en el protocolo de Tarbagatai de 1864, cuando los rusos atacaron el janato de Kokand.
Los rusos intentaron la ratificación del tratado pero, ante la negativa china, cabían dos posibilidades: mantener el statu quo cuanto fuera posible, o bien recurrir a las armas. Sin embargo, el Imperio Ruso había sido derrotado en el Congreso de Berlín de 1878 y no estaba en condiciones de provocar un enfrentamiento por una región periférica, sospechando que los Qing hubieran contado con el apoyo de Europa occidental.
Para negociar un nuevo tratado, China envió a su ministro en Francia y Gran Bretaña Tseng Chi-tse a San Petersburgo en julio de 1880. El objetivo principal era no ceder territorio a Rusia y reducir el acceso al comercio en China. A su vez, la Rusia zarista quería mantener las ganancias obtenidas para mantener su prestigio interno y externo. El negociador ruso fue el ministro Biutsov destinado en Beijing, que retornó a la capital rusa.
En las discusiones que se prolongaron hasta febrero de 1881, Tseng probó ser un diplomático sumamente inteligente, perspicaz y firme en sus convicciones, habiendo aprendido de los errores cometidos en los tratados anteriores. Ambos países desplegaron sus tropas en la frontera disputada.
Finalmente, los rusos accedieron a retornar la mayor parte del valle de Ili y el Paso Muzart a cambio de una indemnización de nueve millones de rublos. También se establecieron 35 poblados fronterizos en los que habría comercio. El trazado de la frontera definitiva quedaría para protocolos posteriores adicionales. Los residentes en Ili que optaran por la ciudadanía rusa deberían trasladarse a la parte occidental. Se establecerían dos consulados rusos inmediatamente y quedaba abierta la posibilidad para otros en el futuro. El tratado de San Petersburgo fue firmado en febrero de 1881, siendo un logro para el Imperio Chino y es, básicamente, la frontera que existió con la Unión Soviética y que aún permanece con los países de Asia Central.
Bibliografía consultada:
S. C. M. Paine, Imperial Rivals: China, Russia, and Their Disputed Frontiers. Armonk, Sharpe, 1996.
G. Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific. Westport, Praeger, 1996.
John P. LeDonne, The Russian Empire and the World, 1700-1917: The Geopolitics of Expansion and Containment. New York, Oxford University Press, 1997.
Peter C. Perdue, China marches West. The Qing Conquest of Central Eurasia. Cambridge, Harvard University Press, 2005.
domingo, 24 de febrero de 2013
Kashgaria y la rebelión de Yakub Beg.
La actual provincia del Xinjiang (también Sinkiang) era una región periférica para los intereses estratégicos del Imperio Chino, a la que no consideraron como parte integral de sus dominios hasta después de los tratados con Rusia. Los emperadores de la dinastía Qing habían enviado varias expediciones a esa región, siendo la más cruenta la de 1757 en Zungharia –una masacre de proporciones mayúsculas de sus antiguos habitantes- y en 1759 en Kashgaria, repobladas con chinos Han, dungans y uigures. El emperador Qien lung le otorgó el nombre de Xinjiang en 1768, “nuevo dominio”, también conocido como Hsi-yü, “frontera occidental”. Ambas denominaciones son evidencia de que era una incorporación reciente al Imperio que, asimismo, pagaba tributos y no impuestos, tal como se les exigía a los reinos extranjeros como Corea y del Sudeste asiático.
El propósito de los Qing era asegurarse esa región por cuestiones estratégicas. Esta nueva frontera ruso-china no tenía expresión en la composición étnica, ya que a ambos lados de las montañas T’ien-shan viven los mismos nómadas musulmanes que migraban sin prestar atención a las fronteras políticas. Con Rusia se habían celebrado algunos acuerdos delimitando fronteras y comercio, estableciendo con precisión cuáles eran las épocas para el tráfico y las ciudades permitidas para realizarlo.
En la segunda mitad del siglo XIX, el Imperio de Rusia conquistó los janatos de Kokand (1868), Jiva (1873) y Bujara (1876) como parte de su proceso de expansión en Asia.
El propósito de los Qing era asegurarse esa región por cuestiones estratégicas. Esta nueva frontera ruso-china no tenía expresión en la composición étnica, ya que a ambos lados de las montañas T’ien-shan viven los mismos nómadas musulmanes que migraban sin prestar atención a las fronteras políticas. Con Rusia se habían celebrado algunos acuerdos delimitando fronteras y comercio, estableciendo con precisión cuáles eran las épocas para el tráfico y las ciudades permitidas para realizarlo.
En la segunda mitad del siglo XIX, el Imperio de Rusia conquistó los janatos de Kokand (1868), Jiva (1873) y Bujara (1876) como parte de su proceso de expansión en Asia.
Los rusos
no sólo anhelaban tener una frontera segura en las estepas meridionales y argüían, al igual que otros países imperialistas de la época su afán de "civilizar", sino también estaban
en franca competencia con los británicos en lo que se conoció como el Gran Juego o Torneo de Sombras, particularmente en Asia Central, con la mira puesta en Afganistán y
Persia. Asimismo, había un creciente interés comercial en la región, propicia
para el cultivo de algodón, cuya demanda y precio se incrementó notablemente
durante la guerra civil en los Estados Unidos. En este sentido, el valle de Ili era el más fértil del Turkestán subyugado por los chinos y se conectaba a través del Paso Muzart con Kashgaria, al otro lado de las montañas T'ien-shan.
En 1862 comenzó un levantamiento de los pobladores musulmanes en Shensi (Shaanxi) que no pudo ser contenido por la incompetencia de los corruptos funcionarios chinos que allí estaban. Esta rebelión coincidió, sin estar conectada, con el ocaso de la de los Taiping en China, que ya llevaba más de un decenio en ebullición, por lo que la corte imperial no le prestó debida atención. Al parecer, los instigadores de la rebelión fueron los Dungans, musulmanes sunníes sinificados ya que, en su vestimenta, corte de pelo y hábitos se habían adaptado a los de sus dominadores. En la vasta región también vivían uigures, kirguizios y mongoles.
S. C. M. Paine, Imperial Rivals:China , Russia , and Their Disputed Frontier.
Armonk, Sharpe, 1996.
John P. LeDonne, The Russian Empire and the World, 1700-1917: The Geopolitics of Expansion and Containment. New York, Oxford University Press, 1997.
G. Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific. Westport, Praeger, 1996.
Bruce Elleman, Modern Chinese Warfare, 1795-1989. London, Routledge, 2001.
En 1862 comenzó un levantamiento de los pobladores musulmanes en Shensi (Shaanxi) que no pudo ser contenido por la incompetencia de los corruptos funcionarios chinos que allí estaban. Esta rebelión coincidió, sin estar conectada, con el ocaso de la de los Taiping en China, que ya llevaba más de un decenio en ebullición, por lo que la corte imperial no le prestó debida atención.
En 1861 murió el emperador Hsien-feng, dejando como heredero a un niño
de cinco años a cargo de una regencia inestable.
La rebelión se extendió de Shensi (Shaanxi) a Kansu, llegando a Zungharia en 1864.
Los funcionarios chinos en Ili solicitaron en varias oportunidades la ayuda
rusa en armas y tropas, sin éxito. Simultáneamente, los rusos estaban conquistando Kokand, por lo que firmaron un acuerdo con Beijing, que resultó ser el Protocolo de Chuguchak (Tarbagatai) en octubre de 1864, delimitando la frontera de Kokand entre ambos.
En 1866, la rebelión contra la dominación china se extendió a Kashgaria bajo el liderazgo de Yakub Beg, que había combatido contra los rusos en Tashkent. Por un lado, los rusos vieron con preocupación la creación de un nuevo estado musulmán en sus fronteras, ya que era notoria su hostilidad hacia el Imperio de los Zares. Pero, por el otro, contribuía a debilitar y poner en jaque al Imperio Chino. En 1869, el general Kaufman, gobernador general del Turkestán occidental en Tashkent, recibió instrucciones de establecer relaciones con Kashgar para negociar el paso de las caravanas rusas por el territorio, sin intervenir en el conflicto. El poder de Yakub Beg se estaba extendiendo hacia Zungharia y contaba con el apoyo del gobernador británico en la India, que veía a este nuevo estado como un óbice al avance ruso.
Ante la posibilidad de que Yakub Beg invadiera el valle de Ili -pretendido por China-, Kaufman tomó la iniciativa de ocupar el Paso Muzart en agosto de 1870. Sostenía que su objetivo era impedir la destrucción de las propiedades rusas en Zungharia y la propagación del desorden. En junio de 1871 conquistó la ciudad de Kulja y anexó el valle de Ili "a perpetuidad". Cuando la corte imperial china reclamó este territorio, la cancillería rusa contestó que sería retornada cuando tuvieran garantías de que no habría más problemas limítrofes en el futuro.
Rusia consideró la posibilidad de apoyar a Yakub Beg y por ello el general Kaufman envió un agente a negociar un acuerdo comercial con el líder de Kashgaria. El sobrino de Yakub Beg viajó a Tashkent y San Petersburgo, siendo recibido por el Zar, un gesto de reconocimiento de la independencia de Kashgaria. Al mismo tiempo, Yakub Beg comenzó a negociar el reconocimiento y presencia de un embajador en la India británica, así como recibió del Sultán otomano tres mil rifles, cañones, instructores militares y el título de Emir.
El Imperio celestial decidió jugar una de sus mejores cartas enviando al general Tso Tsung-t'ang, quien tras abatir las rebeliones en Shensi y Kansu se dirigió hacia el Turkestán. Con plenos poderes a partir de 1875, derrotó a los rebeldes en Urumchi en agosto de 1876 y Kashgar en diciembre de 1877. Yakub Beg había muerto en mayo de 1877. En una operación militar que sorprendió a los europeos, los chinos habían logrado recuperar la región en disputa, excepto el Valle de Ili, cuya negociación requirió dos tratados que trataremos en una próxima entrada en este blog: los tratados de Livadia de 1879 -rechazado por China a instancias del general Tso- y el de San Petersburgo, de 1881.
El Imperio celestial decidió jugar una de sus mejores cartas enviando al general Tso Tsung-t'ang, quien tras abatir las rebeliones en Shensi y Kansu se dirigió hacia el Turkestán. Con plenos poderes a partir de 1875, derrotó a los rebeldes en Urumchi en agosto de 1876 y Kashgar en diciembre de 1877. Yakub Beg había muerto en mayo de 1877. En una operación militar que sorprendió a los europeos, los chinos habían logrado recuperar la región en disputa, excepto el Valle de Ili, cuya negociación requirió dos tratados que trataremos en una próxima entrada en este blog: los tratados de Livadia de 1879 -rechazado por China a instancias del general Tso- y el de San Petersburgo, de 1881.
Bibliografía
consultada:
S. C. M. Paine, Imperial Rivals:
John P. LeDonne, The Russian Empire and the World, 1700-1917: The Geopolitics of Expansion and Containment. New York, Oxford University Press, 1997.
G. Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific. Westport, Praeger, 1996.
Bruce Elleman, Modern Chinese Warfare, 1795-1989. London, Routledge, 2001.
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